A mis amigos VíctorGT y David Rodríguez como un modesto
reconocimiento a sus inquietudes y preocupaciones por los
asuntos propios de nuestros pueblos. Un abrazo especial.
RECONOCERSE EN EL OTRO:
Ha sido una gratísima sorpresa tropezarme con este cuento de Freyre en la red, precisamente cuando buscaba literatura relacionada con las canciones, especialmente con los boleros. Así, andaba tras Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar , Héctor Mujica y Salvador Garmendia, un cuarteto de escritores que dedicaron una parte de su obra a sincretizar letra y música y lograron concretar hermosamente en sus libros, temas que hablan de los estremecimientos del alma humana, de ese escenario donde todas las pasiones encuentran parlamento e interlocutores: el bolero.
LA CANTANTE DE BOLEROS de Carlos Enrique Freyre es un cuento que responde al mundo imaginario, se ajusta perfectamente con el conocimiento del hombre latinoamericano, sus creencias, sus costumbres, su oralidad heredada; es decir, con su filosofía de vida. En este cuento predomina ese trasfondo de la imaginería local, geográfica, aunque escrito de una manera, digamos, más moderna, empleando recursos de la literatura actual. Freyre rescata, de alguna manera, parte de esa imaginería tan popular y arraigada en la cultura de nuestros pueblos, aunque con un tono más inclinado hacia lo metafísico.
El autor trabaja con maestría los personajes y el tiempo en su historia. Ellos viven, están, se mueven entre el plano de la realidad y de la metarrealidad, dibujados en el relato a través de referencias táctiles: “me quedé con los pies en el aire…”por más que forzaba mi cuerpo como contorsionista…”; visuales :”había niños tristes esperando a sus padres”… “descubrí, tremendamente sorprendido, que la mujer cantaba desnuda” y auditivas: “ se trataba de una voz de mujer muy dulce”…”pero la voz y las canciones seguían dándome en el tímpano”…
El personaje central, más que una caracterización es más bien un lenguaje, un susurro a contra-muro que se apaga en el camino y estalla en el “otro” que la escucha, con su sonido agudo y constante. La voz, es un elemento más que sonoro, es plástico, artístico, que más bien hace flotar el ritmo al que se refiere:
“Se trataba de una voz de mujer muy dulce que cantaba los antiguos boleros de enamorado pobre que enarbolaron las ventoleras enormes de nuestros abuelos; de ésos que se niegan a morir por esta época estridente en que más que la letra es la bulla por la propia decadencia de la especie humana enrevesada en amores impíos”.
O, esta otra referencia casi gastronómica:
“Un rayo de sol me despertó al otro día golpeándome las pupilas, nuevamente sin percibir el sonido agridulce de los boleros encantadores que no me dejaban vivir.”
Los personajes son autónomos, construyen su propia memoria y la vacían en el texto a través de la narración o de los diálogos que sostienen entre sí. La cantante de boleros es un alma tan errática y desolada como la de quien la espía, pero se halla altamente idealizada en las descripciones del cuento:
“Pero la mujer siguió hablándome desde su desnudez de ángel…”
“Me acostumbré a espiarla de vez en cuando, sorprendiéndome al descubrir siempre algo nuevo en la textura de su cuerpo lozano a los treinta y no sé cuantos años seguramente. Me acostumbré a que “es que te has convertido, en parte de mi alma” mientras sus senos cortaban el aire sin reverencias. Me acostumbré finalmente a todo, haciendo el papel de quien se hace al dolor por una condena monótona y dulce a la vez…”
Sin embargo, cada uno de ellos es una conciencia individual perfectamente diferenciada. Sus voces permiten al autor montar el escenario adecuado para estructurar en un texto escrito, lo aprendido a través de la oralidad y la tradición cultural.
Utiliza el recurso hiperbólico para la narración del hilo temático de la historia, es este caso, la voz de la cantante de boleros. Esto, nos recuerda nítidamente las descripciones del Gabo en “Cien Años de Soledad”, concretamente el anuncio a Úrsula de la muerte de José Arcadio:
“Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió un curso directo por los andenes disparejos…escalinatas….pretiles….la Calle de los Turcos…una esquina y otra. Volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a los paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de Aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
- ¡Ave María Purísima! –gritó Úrsula.
Siguió el hilo de sangre en sentido contrario”.
Mientras lo que corría por las calles de Macondo era la vida de José Arcadio, en el cuento de Freyre es la voz de la cantante:
“La voz se colaba por los vidrios impermeables de mi casa, invadía la sala, penetraba el comedor, alcanzaba las macetas, se cogía de las flores, se deslizaba por las paredes, por las baldosas lustrosas y enceradas, entraba a mi cuarto, se trepaba del oído y me cortaba la ilación de los titulares del noticiero nocturno.”
“Ahora, no era que venía directamente hasta mi balcón, sino que salía de su lugar de origen, bajaba hasta la pista, seguía por un jardín rectilíneo hasta chocar con un poste de alumbrado público y por allí se encaramaba hasta llegar a la altura de mi balcón. Desde ese punto daba un brinco exacto, de tal forma que aterrizaba en una maceta de geranios, para luego penetrar a sus anchas en toda la casa hasta llegar a mis oídos.”
Por otra parte, Freyre “despista” al lector con la forma narrativa, los diálogos y las descripciones para sorprenderlos al final del relato. El cuento se inclina sobre sí mismo casi al final, cuando en realidad esos diálogos son mantenidos por emanaciones intangibles de seres ya muertos, dejando, de una manera brillante, el final abierto la imaginación del lector. Éste queda con la idea de que el cuento recién comienza. Despierta en sus sentidos la curiosidad cuando mezcla en la historia realidad y fantasmagoría como sus tejidos más íntimos. Los muertos de LA CANTANTE…. Siguen vivos en la eternidad de su muerte y cohabitan con la existencia cotidiana, con sus mismas preocupaciones, espacios y tiempos.
Sólo al final los personajes salen del anonimato para recobrar su identidad compartida, vinculada con la muerte. Son lazos que los evidencian en unas mismas circunstancias y que ya el lector descubrirá en el relato.
Es una inmensa alegría saber que las nuevas generaciones de cuentistas latinoamericanos son sensibles a la polifonía que envuelve la red simbólica de nuestro lenguaje social. La tradición oral de nuestros pueblos no ha perdido ni perderá, jamás, su poder. Sigue siendo el instrumento idóneo para reconocernos, únicos y distintos.
Frida.
LA CANTANTE DE BOLEROS
Carlos Enrique Freyre
Era el mismo tormento cabal de todos los días a las diez en punto de la noche. La voz se colaba por los vidrios impermeables de mi casa, invadía la sala, penetraba el comedor, alcanzaba las macetas, se cogía de las flores, se deslizaba por las paredes, por las baldosas lustrosas y enceradas, entraba a mi cuarto, se trepaba del oído y me cortaba la ilación de los titulares del noticiero nocturno. Se trataba de una voz de mujer muy dulce que cantaba los antiguos boleros de enamorado pobre que enarbolaron las ventoleras enormes de nuestros abuelos; de ésos que se niegan a morir por esta época estridente en que más que la letra es la bulla por la propia decadencia de la especie humana enrevesada en amores impíos. La primera vez, la voz me sorprendió bebiendo café sobre mi lecho y me curó disimuladamente la indignación de un pederasta libre por la determinación desnaturalizada de un juez sin hijos. Pero las pocas ganas de ponerme de pie fueron más fuertes que mi curiosidad, así que no me levanté a indagar sobre la procedencia de la voz misteriosa. La mujer siguió cantando todo un repertorio con la misma determinación de un artista afrontando un concierto público, hasta que el sueño me venció sin entender las noticias propaladas por los narradores de turno que se desvivían entre explicar las imágenes del otro lado del planeta y sobrevivir a las tandas comerciales. Al amanecer, no la escuché de nuevo. Por el contrario, me encontré con los grandes sonidos de la metrópoli desoladora cobrando vida nuevamente, como cada mañana desde que conozco el mundo.
Recién la tercera noche salté de mi cama, porque la cuarta canción no me permitió enterarme bien del último pugilato congresal. Mientras un furioso padre de la patria era contenido por una maraña de hombres a la fuerza, yo escuchaba que “ansiedad, de tenerte en mis brazos”. Indignado, me dirigí al balcón, abrí la cortina de un tirón y me fijé en el horizonte próximo: las ventanas alineadas y las luces encendidas de los departamentos del frente. Había niños tristes esperando a sus padres, escenas cotidianas de familias actuando como familias y habitaciones a oscuras. En algunas otras se podía apreciar el ir y venir de inquilinos aislados dentro de sus casas. Pero no pude determinar de cual, entre el centenar de ventanas, procedía la voz de los boleros.
Salí del balcón hasta mi puerta y me dirigí a la casa contigua. Allí vivía un vecino gordo con el que solía coincidir a la hora de partir al trabajo en las mañanas. Incluso los domingos escuchaba sus alaridos de emergencia para controlar a su prole de tres hijos que amenazaban con demolerle el hogar. No conocía nada más de él. Le toqué el timbre y el hombre me abrió casi de inmediato envuelto en una bata azul marino con la cara de que por qué le toco a esa hora. Entonces, antes de increparme nada, le pregunté a boca de jarro si podía decirme de donde provenía la voz que cantaba.
- No oigo ninguna voz- me dijo - Debe estar desvariando -
Me quedé con los pies en el aire, flotando en una cerrazón de incertidumbre. Le pedí una disculpa a medias y opté por la retirada. La voz me siguió persiguiendo con “no existe un momento del día, en que pueda apartarme de ti” hasta dormirme. Un rayo de sol me despertó al otro día golpeándome las pupilas, nuevamente sin percibir el sonido agridulce de los boleros encantadores que no me dejaban vivir.
Dos semanas después pude precisar que la voz provenía del edificio celeste, ubicado en la diagonal izquierda del mío y en la ventana central del segundo piso. Ahora, no era que venía directamente hasta mi balcón, sino que salía de su lugar de origen, bajaba hasta la pista, seguía por un jardín rectilíneo hasta chocar con un poste de alumbrado público y por allí se encaramaba hasta llegar a la altura de mi balcón. Desde ese punto daba un brinco exacto, de tal forma que aterrizaba en una maceta de geranios, para luego penetrar a sus anchas en toda la casa hasta llegar a mis oídos.
Por eso, las noticias del mundo a las diez de la noche me eran una confusión musical de tal manera, que la última guerra petrolera de los gringos en medio oriente me sonaba como “amanecí otra vez, entre tus brazos” y los resultados del fútbol local eran como “tanto tiempo disfrutamos de este amor”. Desde mi balcón y por más que forzaba mi cuerpo como un contorsionista no podía observar a la mujer que cantaba al otro lado de la pista. Así que me conseguí un telescopio casero de segunda mano y esa misma noche apunté los cristales a la ventana del segundo piso. Descubrí, tremendamente sorprendido, que la mujer cantaba desnuda; andando de un lado al otro al compás de sus boleros a capela: calentaba su comida, acomodaba la ropa, lavaba los platos, discurría entre los enseres. No me causaba la excitación natural del morbo masculino; sino pura curiosidad, aquel punto brillante de su piel blanca paseándose inhibida bajo las bombillas eléctricas y el vértigo estacionario de sus senos mientras lanzaba sus letras al aire.
Estuve así por varios días. No hilvanaba una noticia y a la vez espiaba a la mujer desnuda cantando y haciendo lo que todo el mundo. Hasta que me propuse visitarla. Mi intención era en definitiva sanear mis interrogantes. Calculé cuál podría ser la puerta correspondiente a la ventana de donde provenía la voz, y, sin mucho cavilar, un martes a las diez de la noche me planté frente al apartamento 204 del edificio. Estaba por tocar cuando me pregunté: ¿Y si me abre que le digo?. “Buenas noches señora, soy el vecino que todas las noches la espía mientras canta boleros sin ropa” O mejor: “¿vive aquí una señora que canta bonito como Dios la envió al mundo?”. Podría pensar que era un depravado; un enfermo de esos que pululan las calles, disfrazados por una máscara de buenas costumbres o un curioso sin miramientos. Estaba en ésas, cuando un hombre cualquiera apareció atravesando el pasadizo. Cuando cruzó por mi lado, no sé por qué razón, pero le pregunté:
- ¿Sabe usted quién vive aquí?-
- Nadie- me respondió. - Hace dos años y medio por lo menos que la casa 204 está vacía.
Otra vez el corazón me dio un mal salto. O un crujido. Bajé con dirección a la cantina del chino de la esquina y en medio de los alaridos de borrachos me confirmó lo de los dos años y medio. También lo aseveró una vecina del barrio y un bombero jubilado entregado al vicio del dominó consigo mismo. Pero la voz y las canciones seguían dándome en el tímpano y los narradores de noticias me eran una cuestión delirante con que “y si vivo cien años, cien años pienso en ti”. Decidí extirpar la duda y me planté resuelto otra vez frente al 204. Di tres toques muy breves y la puerta se abrió.
- Pase - escuché.
Empuje lo suficiente hasta introducir medio cuerpo en una sala como la de cualquier otra casa de clase media. Al fondo, como si nada pasara, la mujer desnuda había parado de cantar y con una mano en la cintura me preguntó qué cosa quería.
- Sólo quiero saber si es usted quien canta boleros a las diez de la noche – atiné a decirle.
- Sí. Soy yo - respondió sin muchas ceremonias.
- Es que me dijeron que nadie vive aquí-
- ¡Cómo que nadie!-
Me quedé callado, satisfecho, contrariado, y, decidí a escapar agobiado por el sonrojo sinvergüenza. Pero la mujer siguió hablándome, desde su desnudez de ángel.
- Canto porque me gustan los boleros. Y porque cerca de aquí hay un hombre que ronca tan horriblemente que para soportarlo tengo elevar la voz. Imagínese, que fuera de mi vida.-
- La comprendo. Debe ser insoportable un vecino así. Hasta luego.-
-Hasta luego caballero. Y disculpe la facha. ¡Es que hace un calor este verano!-
Me acostumbré al martilleo de su voz endulzándome las huelgas nacionales, los accidentes de tránsito, el alza del costo de vida, los asaltos callejeros y las hecatombes por quítame estas pajas. Me acostumbré a espiarla de vez en cuando, sorprendiéndome al descubrir siempre algo nuevo en la textura de su cuerpo lozano a los treinta y no sé cuantos años seguramente. Me acostumbré a que “es que te has convertido, en parte de mi alma” mientras sus senos cortaban el aire sin reverencias. Me acostumbré finalmente a todo, haciendo el papel de quien se hace al dolor por una condena monótona y dulce a la vez, hasta que un buen día sin mayores presagios tocaron mi puerta y, al abrir, vi frente a mis ojos a la mismísima señora cantante de boleros.
- Hay algo extraño en todo esto- me dijo, antes de que le preguntara nada.
- ¿Por qué, señora? -
- Esta es la segunda vez que vengo por aquí. Y antes me dijeron también que nadie vive en esta casa desde hace tiempo-.
La garganta se me hizo un nudo que casi me estrangula.
- ¿Y sabe por qué he venido, hombre? – volvió a inquirirme.
- No tengo ni la menor idea. Si me lo pudiera explicar- le contesté.
- Porque es desde este lugar de donde parten los ronquidos que no me dejan vivir hace tiempo-
La miré a los ojos fijamente para tratar de descubrir si no me estaba mintiendo o de que no se trataba de un embuste monumental. Un viento suave entró por la ventana del balcón desde la calle y me tocó el cuello y se me escurrió entre las manos. El frío me hizo darme cuenta de que yo mismo estaba desnudo. Aspiré muy hondo, pues comencé a suponer que venían días complejos, de muchas revelaciones.
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EL AUTOR:
Carlos Enrique Freyre nació en Lima, el 18 de marzo de 1974. Tuvo una educación irregular en escuelas de enseñanza pública tanto en provincias como en la capital hasta que en 1989 pasó a ser tutelado por las religiosas de la congregación canadiense de Nuestra Señora de las Misiones y los franciscanos afincados en Moquegua.
Sin embargo, se enroló en el Ejército de su país. Obtuvo el grado de Oficial (1999) y viajó por distintas guarniciones. No pudo apartarse de las letras. En 2003 publicó ´La muerte de Giussepi Bari después de siete intentos de amor´ y los cuentos ´La utopía del odio´ y ´La cantante de boleros´ (2004).
OBRA:
Eclesiastés Camina Desnudo
El Circo de Pedro Ruíz
El Quinceañero de Javiera
Huayna Quiya o el Capitán Enamorado de la Luna
La Cantante de Boleros
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