El tiempo es el ángel del hombre.
Schiller
CANTAR LOS CUARENTA (*)
Cuando una canción sale al aire, todo está por saberse. Es su etapa de descubrimiento ante el público. Es toda una incógnita. Pero cuando cumple cuarenta años y se mantiene arraigada en la memoria musical y, sobre todo, internalizada en la conciencia colectiva, ha alcanzado una meta de enorme importancia; es decir, su consagración. Esto implica que sus límites han ido avanzando al ritmo de la sucesión generacional; en otras palabras, caminó junto con la historia callejeando las edades, transcurriendo cómodamente entre sus dos orillas. Soportó reemplazos, versiones, empujes de otras que procuraron desplazarla. Pero ella sigue allí, alimentando la memoria, los archivos y la historia.
Dicen que el tiempo da y quita. Lo que hoy es un éxito, puede ser que mañana muy pocos lo recuerden. Pero una canción que durante cuarenta años ha ocupado o ampliado sus espacios, ha superado exitosamente la contracorriente y ha aprobado el examen definitivo de los tiempos.
Quizás pierde intensidad en la frecuencia de la difusión, pero se mantiene alentando nostalgias y marcando con su mágico bienestar los rincones espirituales de quienes la escuchan, generando sus impresiones, sus misterios, pero y especialmente, promoviendo ese deseo de volverlas a sentir.
La magia está en la conjugación de la palabra y la melodía, en esa sensación que íntimamente comparten, en esa bruma brillante que nuestra imaginación le adjudica, quizás por los momentos que marcó o compartió en nuestras vidas.
Aún cuando la madurez nos vuelve selectivos y menos idealistas, esas canciones sobreviven al ritmo de la intensidad de los sentimientos que nos suscitaron. Lo sabemos muy bien: cuesta años, muchos años de vida formarse, hacerse, consolidarse como personas, con su carga de emociones, logros y renuncias. Otro tanto es la coronación del logro de una canción, su definitiva identidad, su prolífica permanencia en el futuro, que no es más que el hoy moviéndose eternamente, la superación del descubrimiento y de ser novedad para singularizarse como hacemos con los amigos, pocos, pero permanentes.
Sin embargo, es el mirar en perspectiva ese pasado lo que le agrega fascinación, porque la redescubrimos transformada, hermosa, infinita, sensual, eternamente actual. Esa canción identifica una determinada geografía, una generación, una conciencia, unos momentos generalmente felices.
También rememora una vestimenta, un paisaje, un escenario (¿Quién puede separar a George Harrison del escenario del Concierto por Bangladesh celebrado en agosto de 1971?), una atmósfera, un sueño, una razón de vida; es decir, los ideales vislumbrados con una mezcla de inquietud, pasión y esperanza palpitando en la mente.
Ahora, comprobamos con alegría que nos acompañó todo este tiempo, hayamos logrado o no, esas metas. ¡Cuarenta años! Y cada vez que las escuchamos, su calidad evocadora son un regalo, un tesoro que nos devuelve olores, sabores, situaciones, caras familiares, anécdotas, en fin, vida abundante e inagotable. Vale la pena, entonces, celebrar algo que forjó y mucho, nuestro enriquecimiento espiritual.
Ante la perpetuidad de esta huella, el olvido se ausenta para dar todo el tiempo necesario para que siga viviendo largamente, a sus anchas, superando los escalones de tiempo, haciéndonos suspirar, recordar, reír o llorar, hasta que, tal vez, nos sobreviva cuando nos corresponda pasar al otro lado del espejo.
Dice la canción de Gardel que “veinte años no es nada”, pero cuarenta es todo. Como sea, cumplir cuarenta ¡es maravilloso! Se los digo yo, que ya los he cumplido varias veces…
Frida.
(*) Que surgieron o se divulgaron entre el 69 y el 71.
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